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Por primera vez, se acercó arrastrándose hacia el cuerpo de su madre. Cerca, otro cuerpo diminuto como el suyo hacia lo mismo. A ciegas, buscó instintivamente algo que no sabia como llamar. Y lo encontró. Su boca se llenó de un líquido sabroso y caliente. Siguió mamando con fruición. Sentir la leche materna en su cuerpo le reconfortaba y le daba fuerzas para empezar una nueva vida. Luego, se durmió.
Pasó un tiempo en que él y sus hermanos competían por la leche materna, por el calor de su cuerpo. Poco a poco se iba percatando del pequeño mundo que era su familia. Había un cuerpo, no mucho mas grande que el suyo, que mandaba sobre los otros. Si quería mamar, mamaba el primero, y nadie lo podía molestar.
Un día, abrió los ojos. Por primera vez, pudo relacionar el tacto del cuerpo de su madre con una imagen. Vio a sus hermanos luchando por el alimento. Y algo enorme que los observaba. Un humano. Poco después de sus primeras experiencias visuales, aprendió a tenerse en pie. A partir de entonces, todo fue más rápido. Descubrió un mundo más amplio que el que conocía hasta entonces. Dejó de tener miedo a los humanos, eran buenos con él.
Pasado un mes de juegos, luchas y caricias, se acercaron dos humanos desconocidos. Uno era muy pequeño para ser humano, quizás la mitad de lo normal. Acababa de ver un niño por primera vez. Ese niño se convirtió en un espectador habitual de la vida del cachorro. A veces, hasta lo cogía en brazos. Y unas semanas más tarde, lo separaron de su madre. Los primeros días, lloró. Pero luego empezó a olvidar a su familia perruna y a integrarse en la humana. Dependía de ellos más que de nada en el mundo. Los amaba. Jugaba con el niño como si fuese su hermano, lo lamía y saltaba para que lo cogiese en brazos. Pronto descubrió que a los humanos les molestaba mucho que hiciera sus necesidades. Eso lo desconcertó. Intentaba aguantarse, pero no podía. Hasta que un día, después de bastante tiempo en la familia, lo entendió. Querían que lo hiciese en ese sitio donde había tanto ruido y tantos olores diferentes.
Simba (así lo llamaban), fue creciendo en la familia, y aprendiendo nuevas cosas. Se izo mayor. 15 años después, murió, con la mirada fija en aquel humano que él recordaba como un niño y sin embargo, era ya adulto. Su último pensamiento fue de agradecimiento. Lamió la mano que le sostenía la cabeza y, sin más, se fue, tan feliz como lo había sido toda su vida. Feliz de tener a su familia cerca.