En realidad, contigo empezó todo. Si lo que terminó cayendo en mis manos fue el tarambana de tu hijo, fue por aquel amor a primera vista que despertaste en mí cuando no eras más que una monicaca. Sólo te vi en un par de ocasiones cuando eras una cachorrilla, pero calaron tan hondo que, cuando me dijeron que estabas preñada, no lo pensé dos veces: “quiero una hembrita, la más parecida a Sira”. Al final no fue una hembrita, sino ese chiflado que tú y yo sabemos. Pero creo que también ahí el destino metió mano: sabía que, en no mucho tiempo, tú serías para mí.
Qué desazón sentí cuando, un año después, supe en qué estado te encontrabas en aquella finca. Qué tristeza cuando llegaste aquí y vi tu mirada atemorizada, tu pelo amarillo y encrespado, la oreja desgarrada, aquellas heridas que te habían dejado las garrapatas. Venías asustada, y no te culpo. Lo habías pasado mal.
Y qué satisfacción me dio ver con qué rapidez mejorabas, cómo iba cambiando tu aspecto físico y, sobre todo, cómo cambiaba tu expresión. Te adaptaste deprisa, y en seguida se hizo patente que tú eras la pieza que hasta entonces nos faltaba: contigo el puzzle quedaba completo. Frente a la alegría y la vitalidad de Chico, tu dulzura y tu calidez eran el contrapunto perfecto, y daban un toque de sensatez a esta casa de locos.
No sé si te adopté yo a ti o me adoptaste tú a mí cuando, aquella primera noche, entraste reptando en mi habitación para dormir pegadita a mi cama. Sólo sé que desde entonces eres mi sombra. Esté donde esté yo, ahí estás tú. Si alzo la vista, siempre te veo. Te has convertido en una presencia tan imprescindible que a veces tiemblo de pensar que un día puedas no estar más. Porque, dime, si tú te vas, ¿qué voy a hacer yo sin esos pasitos constantes tras mis pies? ¿Sin esa mirada brillante que me sigue a donde vaya? ¿Sin tu olorcito a musgo en mi habitación y sin esos resoplidos que me acompañan por la noche? ¿Qué voy a hacer sin poder verme reflejada en tus ojos, esos ojos que me hacen grande y fuerte, que me convierten en algo mejor de lo que en realidad soy? Yo no puedo vivir sin eso, ¿lo sabes?, sencillamente, no puedo. Así que vamos a hacer un trato: yo te voy a cuidar siempre, y tú no te vas a morir nunca, ¿vale?

